Por vez primera me sentía verdaderamente a gusto en un colegio. Era el Santiago de León de Caracas, fundado cuatro años antes por el Doctor Rafael Vegas, el más completo educador que ha tenido Venezuela. Además de las materias del pensum del Ministerio de Educación recibíamos clases de otras que nos mantenían ocupados y mejoraban nuestra formación. Entre ellas, música, dictada por Antonio Lauro, uno de los músicos más eminentes del país.
Una mañana el Doctor Vegas anunció que se abría un concurso para la letra del Himno del Colegio, cuya música sería compuesta por el Profesor Lauro. Los alumnos de tercer año teníamos frescas aún las clases de preceptiva literaria de la Profesora Reina Rivas de Barrios, poeta y cuentista, esposa del pintor Armando Barrios, nuestro profesor de Educación Artística, que además tenía un taller de pintura en el que participábamos varios de los alumnos del Colegio. Sin pensarlo dos veces decidí participar en el concurso y en una sola sentada compuse seis estrofas de cuatro versos decasílabos, acentuados en la tercera, la sexta y la novena sílaba. Presenté mi trabajo y esperé el resultado, que me convirtió en el ganador del concurso y en un feliz autor que a los catorce años tenía una obra con música de Antonio Lauro, seleccionada por un jurado de lujo: Rafael Vegas, Reina Rivas de Barrios y Antonio Lauro.
Muchos años después el Doctor Vegas me contó cómo fue el proceso que me convirtió en ganador: se presentaron diecisiete concursantes, quince de bachillerato y dos de sexto grado. Dos maestras copiaron los textos en hojas en las que no aparecía el nombre del concursante, sino un número, y en una primera selección se escogerían seis semifinalistas, en una segunda tres finalistas y en una tercera el ganador, pero mi texto fue seleccionado, como ganador, en la primera sesión. Tenía ritmo, un ritmo que se prestaba a lo que el Profesor Lauro quería para componer el himno.
Los tres miembros del jurado se alegraron mucho al descubrir la identidad del autor del texto ganador. Poco antes había ganado un concurso de ensayo, cuyo tema era la controversia entre Venezuela y el Reino Unido por la Guayana Esequiba. Y también era uno de los más aplicados y mejores integrantes del taller de pintura del Profesor Barrios.
Era un alumno indisciplinado y hasta rebelde, pero por quien el Doctor Vegas sentía mucho interés. Sucedió entonces algo maravilloso: el Profesor Lauro, uno de los mejores músicos del país, cuyo éxito había rebasado con mucho las fronteras de Venezuela, se reunió conmigo como si yo fuera un adulto. Me propuso que modificara la primera estrofa, para adaptarla a la melodía que tenía pensada, y me hizo escucharla en el piano.
Allí mismo lo hice, convertí los primeros tres versos en endecasílabos acentuados en la tercera, séptima y décima sílaba y dejé el cuarto tal como estaba. Para ello utilicé métodos similares a los del Siglo de Oro español, que ese año estudiaba en las clases de la Profesora Rivas, como era transformar en monosílabo “León” en dos sílabas (Le-ön), o agregar monosílabos al texto, de modo que ahí mismo, sobre la marcha y sin mayores ceremonias oí el Himno cantado por la voz de bajo de Antonio Lauro, la misma que poco después estrenaría la Cantata Criolla de Antonio Estévez en la Concha Acústica de Bello Monte.
Un lujo extraordinario que nunca olvidaré. Porque ningún premio ni ninguna mención ni ningún honor podrá ser tan importante para mí como el haber sido el autor de la letra del Himno del Colegio Santiago de León de Caracas, el colegio de Rafael Vegas, “forjador de la virtud y del saber”, como dice aquel texto inventado por un niño de catorce años que había recibido de Rafael Vegas la importancia de ser útil y no importante. De servir y no exigir.